EL CARISMA DE LA ASUNCIÓN: desafíos para hoy
Buenos Aires, 27 y 28 de septiembre de 2010INTRODUCCIÓN
Les agradezco que me hayan dado esta oportunidad de estar entre ustedes en esta ocasión tan especial: la celebración del centenario de la presencia asuncionista en Argentina. Esta celebración se inscribe dentro de otra celebración: la del Bicentenario del nacimiento de nuestro Fundador, el Padre Manuel d’Alzon (30 de agosto de 1810). No les voy a hablar sobre la historia de la Asunción en Argentina: ese tema ha sido admirablemente tratado por el Padre Roberto Favre. A mí se me ha pedido que les hable sobre el carisma de la Asunción (es decir, de nuestra congregación religiosa) en el contexto del mundo en el que vivimos hoy, cosa que conozco algo mejor.
Se ha escrito mucho sobre el carisma de la Asunción y estoy seguro de que ustedes, como amigos y colaboradores que son de nuestra familia religiosa, ya saben bastante sobre este tema. Por consiguiente, me gustaría enfocar mi aporte desde otro ángulo, basándome en el trabajo que el Consejo General y yo mismo hemos estado desarrollando juntos a lo largo de estos dos últimos años. Pienso que este enfoque les permitirá ver más claramente cómo puede ayudarnos el carisma de la Asunción –a laicos y religiosos– a dar una respuesta a los desafíos actuales.
Quiero decirles muy claramente desde el principio que este enfoque surge de una convicción: la de que el carisma de una familia religiosa es el fruto de la experiencia religiosa de su fundador.
La fe del fundador y su esfuerzo a lo largo de toda su vida por seguir a Jesucristo y vivir conforme al Evangelio constituyen una riqueza vivencial que él deja luego en herencia a su familia religiosa. Insisto en esta dimensión evangélica de la experiencia del fundador, para que no pensemos que el carisma de la Asunción es otra cosa que la vivencia del Evangelio. El carisma de una familia religiosa no debe distraernos de lo que es el Evangelio ni entrar en competencia con él; bien al contrario: debe ayudarnos a comprender y vivir el Evangelio mejor y con mayor fidelidad.
Tal es, pues, mi convicción fundamental (que el carisma de una familia religiosa es fruto de la experiencia religiosa de su fundador), pero tengo además otra convicción: que el camino de fe y de santidad del propio Padre d’Alzon sigue siendo pertinente para nosotros hoy día para responder a los desafíos a los que tenemos que hacer frente. Y es “pertinente” para nosotros porque se trata de un verdadero “camino”. El P. d’Alzon no nació santo; nosotros tampoco lo somos. Su paso por la vida estuvo lleno de dudas y de fracasos, de alegrías y de penas. Sin lugar a dudas, experimentó momentos de fatiga en su camino, pero fue perseverante y aprendió mucho de esas experiencias. Nosotros también podemos aprender mucho de nuestras propias experiencias. Se podría decir che el itinerario del P. d’Alzon es también para nosotros hoy día un camino de santidad. Por tanto, en lo que voy a decir me gustaría poner de relieve cuatro de los principales momentos decisivos en este camino que el Padre d’Alzon recorrió, y explicar cómo pueden guiarnos a nosotros hoy en nuestro propio caminar.
PRIMER MOMENTO DECISIVO: la llamada
Manuel d’Alzon fue llamado a vivir entre los hombres para transformar la sociedad por medio de lo que él denominaba una “idea cristiana”. Nosotros diríamos probablemente “transformar la sociedad a base de principios cristianos o bien por medio del Evangelio”.
A sus 22 años, el 14 de marzo de 1832, ya de noche, Manuel d’Alzon partió de la casa familiar de Lavagnac para ingresar en el seminario de Montpellier, a unos 50 kilómetros de distancia. El separarse de la familia que tanto quería fue para él un momento muy penoso:
“Es verdad que tuve un momento muy triste, fue cuando salí de Lavagnac… Estaba inconcebiblemente turbado” (Manuel d’Alzon, en una carta a Luglien de Jouenne d’Esgrigny, el 16 de marzo 1832).Fue el resultado de un largo período de pugna interior y discernimiento, y al mismo tiempo de una decisión firme y muy lúcida.
Fue también fruto de una experiencia familiar muy positiva y muy cristiana y de una experiencia educativa muy enriquecedora durante sus años de adolescencia en París, donde estudió en dos de las mejores escuelas de secundaria que había en la ciudad (el Colegio San Luis y el Colegio Stanislas), participó en varios grupos de estudio para jóvenes, y llegó a conocer a pensadores católicos franceses de primera fila en su época, entre ellos Félicité de La Mennais, que acabaría convirtiéndose en su mentor. Durante esos años de formación, el joven Manuel se interesó especialmente por el estudio de la historia, de la filosofía, de la literatura clásica y de la política.
Pero no fue una decisión fácil. Inicialmente su deseo era seguir las huellas de sus antepasados y dedicarse a la carrera militar, pero sus padres no mostraban ningún entusiasmo por ese plan. Su mejor amigo, Luglien de Jouenne d’Esgrigny, tampoco era muy partidario de que fuera al seminario. Cuando lo supo, escribió a d’Alzon (en enero de 1830) diciéndole en términos algo dramáticos: “tendrías una influencia mucho mayor en la sociedad no vistiendo la sotana de sacerdote… Tu misión consiste en ser un hombre honrado entre otros hombres honrados; tu ejemplo en el mundo sería mucho más útil que lo que puedas realizar entre sacerdotes”.
La respuesta de d’Alzon a su amigo revela muy claramente cómo entendía él su vocación. Su objetivo era “defender la religión” en una sociedad y en una Iglesia que estaban desorientadas; devolver a Dios el lugar que le corresponde en una sociedad que se pretenda sana (recuerden que la Iglesia y la sociedad adolecían de una gran inestabilidad en Francia tras la Revolución de 1789). En 1835 escribía: “Hay que devolver a las inteligencias el vigor que han perdido (y) reparar ese agotamiento moral del que se oyen quejas por todas partes”. En una carta del 29 de enero de 1833 explicaba a su hermana que se sentía llamado a vivir entre los hombres (no en un monasterio), llamado a ser sacerdote, pero no llamado a ejercer el ministerio habitual del sacerdote.
Lo que sí está muy claro es que la vocación de d’Alzon tenía una dimensión social muy neta: la transformación de la sociedad (más bien que un carácter preferentemente eclesial). Y tenía una clara dimensión intelectual:
“Cada día se opera una revolución en mí, no de mal a bien, ni mucho menos, pero veo multitud de cosas desde un punto de vista diferente” (carta a Alphonse de Vigniamont, 18 de marzo de 1835).
D’Alzon estaba convencido de que sólo a través del estudio y la reflexión profunda podría producirse una auténtica renovación en la sociedad o en la Iglesia. Esta convicción le llevará más tarde a insistir en la importancia de la educación.¿Che implicaciones tiene la vocación del P. d’Alzon para nosotros hoy en día? Las dos dimensiones de la vocación de d’Alzon son importantes por el carisma de la Asunción, pero son también pertinentes para todos nosotros en nuestra vocación de cristianos:
- Primero su preocupación social: la sociedad en nuestros países sigue estando profundamente necesitada de una reforma. Por lo que respecta a su país, ustedes saben mejor que yo cuáles son esas necesidades; tienen seguramente connotaciones políticas, financieras, y también religiosas. D’Alzon hablaba de transformar la sociedad por medio de una “idea cristiana”; el Papa Benedicto hala de un desarrollo humano integral, que tiene en cuenta los valores humanos lo más profundos. Es claro que si hoy necesitamos una reforma se debe en parte a que la sociedad ya no se guía por los principios del Evangelio.
Esta preocupación del P. d’Alzon por la transformación de la sociedad nos ayuda a comprender lo qué es realmente la religión. La religión no nos saca de este mundo ni pone de lado nuestra condición humana. “Para ser cristiano no se trata de adquirir una competencia especial. Se trata simplemente de vivir bien su vida de hombre” (Joseph Ratzinger, 1989).
- Y segundo, la dimensión intelectual de su vocación: los obispos de Argentina son conscientes de la importancia que tiene la reflexión, y por eso organizaron el encuentro del 17 al 19 de septiembre en Río Cuarto: para reflexionar sobre la política entendida como un servicio al bien común. Sólo a través de una reflexión así podremos llevar a cabo una reforma social que produzca buenos resultados y duraderos. Yo tengo claro que en la Asunción hemos que esforzarnos constantemente por descubrir las causas que originan los problemas que afectan a nuestras sociedades y cuidarnos de actuar por mero sentimiento o ideología.
He aquí dos consecuencias importantes de la vocación del P. d’Alzon para nosotros hoy. Pero su experiencia nos lleva a hacernos algunas preguntas fundamentales y personales: ¿Cuál es mi vocación hoy día? ¿En qué sentido quiere Dios orientar mi vida? No son preguntas fáciles. Incluso si conocemos claramente la voluntad de Dios, tal vez él nos pide algo difícil, como en el caso del P. d’Alzon, algo que no nos atrae en lo inmediato, y que exigiría una cierta “obediencia”. Sin embargo, podemos estar seguros de que responder a la voluntad de Dios será para nosotros, como lo fue para el P. d’Alzon, una fuente de paz y de plenitud profundas.
SEGUNDO MOMENTO DECISIVO: el amor del Padre d’Alzon a la Iglesia
Otro aspecto de la experiencia espiritual del Padre d’Alzon se nos revela en otro momento decisivo de su vida, el 12 de diciembre de 1834, la víspera de su ordenación sacerdotal en Roma, cuando tenía 24 años.
Ya he mencionado que cuando estaba estudiando en París, Manuel d’Alzon se fue acercando a la figura de Félicité de La Mennais, sacerdote e intelectual, cuyos escritos sobre la Iglesia y la sociedad tenían gran repercusión. Andando el tiempo el joven Manuel pidió a La Mennais que fuera su mentor y le guiara en sus estudios. La relación entre alumno y maestro duró varios años e influyó profundamente en la visión que d’Alzon se fue formando sobre la Iglesia y el papel que ella podría desempeñar en la reconstrucción de la Francia del siglo XIX. El pensamiento de La Mennais, siempre focalizado sobre cuestiones sociales, dio un giro más político en los años en que d’Alzon estaba estudiando en Roma (1833-34); el propio d'Alzon criticó este aspecto de la postura de La Mennais:
“Está convencido de que hoy ya no se puede, ya no se debe, hablar de religión; que hay que llevarlo todo al terreno de la política; y yo, por el contrario, creo y estoy convencido de que hay que llevarlo todo al terreno de la religión” (carta a su padre, 28 de marzo de 1835).Finalmente intervino la autoridad eclesiástica y el Papa Gregorio XVI condenó explícitamente las ideas de La Mennais en dos encíclicas (años 1832 y 1834). Sabiendo que d’Alzon iba a ser ordenado muy pronto, y conociendo la íntima relación que le unía a La Mennais, la Santa Sede exigió a d’Alzon, como condición para ser ordenado, una declaración formal repudiando toda adhesión a esas ideas. Manuel d’Alzon accedió sin dudarlo.
Pero lo hizo afligido en su corazón y, como él mismo dij0, “rugiendo como un león” (carta a su padre, 25 de agosto de 1834). Aflicción por el apego que le tenía a su querido mentor y amigo, La Mennais, porque no comprendía la razón de que la Santa Sede se mostrara tan exigente con él (sospechaba que alguien le había criticado ante el Papa), y finalmente porque conocía el ambiente de Roma, que no era muy edificante. En una carta a su amigo d’Esgrigny, del 24 de febrero de 1834, escribía:
“Roma es un misterio para mí... mezcla de fe y de abusos, de virtudes y de decadencia, de fuerza y de debilidad, de política del miedo y de amor hacia el bien, todo eso amalgamado, confundido... Las cabezas más activas se desgastan en cuestiones poco importantes y dejan de lado las que son vitales...”.Y sin embargo d’Alzon se sometió lealmente. Tenía una sólida comprensión de la Iglesia, alimentada en el estudio de San Agustín, entre otros autores cristianos de la antigüedad, y sabía que la Iglesia no se reducía a unos cuantos monseñores de la Roma que le parecía “misteriosa” y nada admirable. La Iglesia a la que él amaba era el cuerpo total de la Iglesia por la que Cristo dio su vida; era su madre, la que le dio nueva vida en el Bautismo, que le alimentaba con los sacramentos, que le formaba con doctrina verdadera; era su patria, donde él podía estar unido con Dios y con hermanos y hermanas.
Se sometió plenamente también porque ya se había comprometido a defender la causa de la religión y creía profundamente que sólo el Evangelio y la enseñanza de la Iglesia podían renovar el mundo. Y finalmente d’Alzon se sometió con toda libertad. Su amor a la Iglesia no era ciego. Comprendía que sus miembros eran pecadores, pero creía en la presencia del Espíritu que acompaña a la Iglesia en su peregrinar por la tierra. Ese amor y esa libertad le llevaron a escribir a un sacerdote amigo suyo (el 23 de agosto de 1836): “Yo, por mi parte, estudio todos los días y me confirmo en ciertas máximas cuya importancia comprendo mejor por mi viaje (a Roma). La primera es que hay que trabajar siempre en favor de Roma, algunas veces sin Roma pero nunca contra Roma”.
Hoy podríamos estar tentados de aliarnos con uno u otro campo de los que coexisten en el seno de la Iglesia, o reducir demasiado pronto nuestra idea de la Iglesia a aquéllos que ocupan puestos de autoridad. El amor del Padre d’Alzon por la Iglesia ha marcado profundamente a la Asunción. Se trata de un amor auténticamente afectivo, concreto, lúcido, realista, libre y fiel. Él solía invitar a sus discípulos a que fueran sencillamente católicos, nada más, pero nada menos.
¿Cómo nos interpela hoy esta experiencia del P. d’Alzon? ¿Nos interpela la Iglesia de vez en cuando, y estamos dispuestos a abrirnos a sus enseñanzas? El P. d’Alzon tenía una relación de amistad con Félicité de La Mennais, pero era ante todo una relación caracterizada por la libertad. Los amigos deben sobre todo buscar y respetar la verdad. Para d’Alzon era una prioridad. ¿Acaso esta preocupación por la verdad caracteriza nuestras relaciones?
TERCER MOMENTO DECISIVOEl itinerario espiritual del Padre d’Alzon estuvo lleno de sorpresas, como nos sucede a la mayoría de nosotros. En una carta del 29 de enero de 1833 explica a su hermana Agustina el proceso de discernimiento que le condujo a la decisión de hacerse sacerdote y confiesa muy sencillamente: “algunas de las cosas que Dios quiere de mí están muy claras, pero no todas; ahora es importante que espere confiadamente sin planificar excesivamente el futuro”. Un tercer acontecimiento decisivo en su camino espiritual, que le sucedió a los 35 años, también ha tenido consecuencias para nosotros, para la Asunción.
Fue el 22 de enero de 1844, cuando el sacerdote d’Alzon, de manera totalmente inesperada incluso para él mismo, acepta la dirección del colegio de Nimes, que estaba al borde de la bancarrota. Sólo unos meses más tarde, promete no aceptar nunca el episcopado (junio de 1844, en Turín), y hace votos privados de pobreza, castidad y obediencia (París, junio o julio de 1844). Estos acontecimientos, muy concretos, representan un punto de inflexión en la vida del Padre d’Alzon.
A fin de “rescatar” el colegio que había adquirido (el Colegio de la Asunción), se rodeó de un grupo de profesores laicos y sacerdotes altamente cualificados. Juntos constituían incluso una especie de comunidad, llamada la “Pequeña Asociación de la Asunción”, con su propia Regla de Vida (29-30 de septiembre de 1845). Y unos meses más tarde, en diciembre, otros pocos se unieron y establecieron la primera comunidad religiosa asuncionista.
Considerando ahora aquellos acontecimientos, podríamos pensar que no tuvieron tanta importancia. Pero en realidad se podría decir que fueron casi una “conversión” para Manuel d’Alzon. Hasta entonces él había sido un sacerdote diocesano muy activo y Vicario General de su diócesis, una especie de llanero solitario superactivo que lanzaba toda clase de iniciativas apostólicas en todas direcciones (obras sociales, enseñanza, formación del clero, predicación, dirección espiritual, etc.). Ahora, de pronto, se centraba en un gran proyecto, la labor de educación al nivel de secundaria, y lo hacía junto con una comunidad, comunidad de laicos y comunidad de religiosos. No exagero insistiendo en lo muy significativo que fue ese cambio de d’Alzon en su manera de actuar y en su estilo de vida. Por eso califico de verdadera conversión este momento decisivo.
Y, como ya he dicho, es un punto de inflexión que significa mucho para nosotros. Decimos, con razón, que uno de los elementos esenciales del carisma de la Asunción es su insistencia en la vida fraterna. Ese elemento hunde sus raíces en la experiencia del fundador. Y si hoy nosotros seguimos privilegiando todavía la educación como una dimensión clave de la Asunción, es porque desde el año 1845 en adelante la educación pasa a ser una de las “grandes causas” para el Padre d’Alzon. Combatió ininterrumpidamente hasta su muerte para promover leyes que otorgaran mayor libertad a la educación independiente en Francia (es decir, a las escuelas no controladas por el Estado con su ideología antirreligiosa). Organizaba congresos cada año para promover esta causa e incluso lanzó un diario que durante años publicó artículos en favor de las escuelas católicas. Finalmente, sobre todo hacia el final de su vida, soñó con fundar una universidad católica asuncionista que llevaría el nombre de San Agustín. Podemos dar gracias de que la “conversión” de d’Alzon haya dado tanto fruto en la Congregación y en particular aquí, en Buenos Aires.
Como cristianos estamos llamados a vivir en comunidad, algunos como religiosos que viven juntos bajo el mismo techo, otros como miembros de una comunidad parroquial u otra. La comunidad nos invita a salir de nosotros mismos, a preocuparnos por el bien común y no solamente por nuestro propio bien personal. ¿De qué tipo de comunidad hago parte? ¿Cuál es la calidad de mis relaciones con los hermanos y hermanas cristianos y con aquéllos que no son de la misma fe? ¿Hasta dónde soy capaz de dejar de lado mis propios intereses para trabajar por el bien de los demás? ¿Y qué importancia doy a la educación como medio para apoyar la misión de la Iglesia? ¿Comprendo la educación simplemente como preparación para obtener una buena carrera?
CUARTO (y último) MOMENTO DECISIVO
Creo que habría probablemente seis o siete momentos decisivos de gran importancia en el itinerario espiritual del Padre d’Alzon, pero uno de los más penosos se produjo cuando tenía 45 años.
Sabemos que Manuel d’Alzon era hombre de recursos e independiente, con cierto patrimonio, inteligencia considerable, gran ambición, y muchos proyectos. Pero el 19 de mayo de 1854 sufrió una “congestión cerebral y una paraplejia” que le obligaron a interrumpir toda su actividad. Padeció mucho durante casi cinco años, hasta el punto de que apenas podía pensar.
Luego, el 29-30 de octubre de 1856, su querido colegio de la Asunción se vio en graves dificultades financieras, y tuvo que pensar en cerrarlo. A esto se añadían problemas con su joven Congregación (pocos miembros y falta de tiempo para formar a los que ingresaban), y con la diócesis (había sido nombrado un nuevo Obispo de clara tendencia galicana y muy contrario a las ideas romanas de d’Alzon).
En ese período de diez años, de 1854 a 1864, el Padre d’Alzon tuvo la experiencia de sus propios límites, pero también experimentó la misericordia de Dios. Él lo llamaba “una noche obscura de la fe” que, según dice, le hizo descubrir la cruz gloriosa de Jesucristo (carta a la Madre María Eugenia del 14 de septiembre de 1854). Se puso en las manos de Dios, lo cual le permitió experimentar Su amor más profundamente que nunca antes en su vida. Muy concretamente, le preparó para escribir el “manual espiritual” de la Asunción (el Directorio, en 1859), en el que resume el espíritu de la Asunción en sólo unas pocas palabras: amor a Nuestro Señor, a la Santísima virgen, su Madre, y a la Iglesia, su esposa. El Padre d’Alzon repetía con San Pablo: “Para mí, vivir es Cristo” (Fil. 1:21).
Esta experiencia del fundador resulta útil para cualquiera que atraviese serias dificultades en su vida, cosa que nos ocurre a todos. Pero por lo que respecta a nuestro carisma, llevó al Padre d’Alzon a situar el amor a Jesucristo en pleno centro de nuestra vida y de nuestro trabajo. No nos recomienda ninguna otra devoción: Jesucristo está en el corazón mismo de la identidad del ser Asuncionista; no los muchos proyectos, no la prosperidad ni una gran influencia, no el poder ni el prestigio, sólo el amor a Jesucristo. Nosotros no hablamos mucho de sufrimiento y de sacrificio como aspectos importantes de nuestro peregrinar, pero lo que le sucedió a d’Alzon nos recuerda que constituyen una parte inevitable de nuestra experiencia humana y cristiana. El sufrimiento y el sacrificio hicieron que viviera más desde la fe, una fe en la constante presencia de alguien que le amaba y le sostenía incluso en los momentos más oscuros de su vida.
Jesucristo, un espíritu de fe y confianza ante la prueba, son igualmente dos elementos esenciales del carisma de la Asunción, y también tienen su origen en la experiencia espiritual de Manuel d’Alzon.
Esta experiencia de Manuel d’Alzon nos presenta también un desafío. En el mundo en el que vivimos, insistimos mucho en la promoción personal y en el éxito. ¿Hasta dónde el éxito es importante para mí? ¿Qué precio estoy dispuesto a pagar para tener éxito? ¿Cómo reacciono ante los fracasos y las pruebas? ¿Es acaso el amor (entre amigos, entre los miembros de la familia, para con Cristo mismo) más importante que el éxito?
CONCLUSIÓN
Se podría decir mucho más cerca de la experiencia espiritual del Padre d’Alzon, pero estos cuatro momentos decisivos deberían bastar para dejar claro lo importantes que fueron esas aventuras para él, y también para nosotros hoy en nuestro caminar y en nuestra misión en el mundo actual. Su camino no nos aporta respuestas a todos los desafíos a los que tenemos que hacer frente hoy día; eso ni siquiera el Evangelio lo hace. Pero proyecta sobre nuestro recorrido una luz y una esperanza que nos pueden ayudar a seguir avanzando.
Richard E. Lamoureux, a.a.,
Superior General