CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CENTENARIO de la LLEGADA DE LOS ASUNCIONISTAS A ARGENTINAConmemoramos hoy la llegada del Padre Román HEITMAN aquí, a Buenos Aires, el 30 de septiembre de 1910. Su espíritu emprendedor, como el de tantos otros fundadores, me trae a la memoria la conocida anécdota de aquellos maestros canteros que tallaban sillares de piedra para un edificio en la ciudad de Rouen, Francia, hace ya muchos siglos.
Una tarde, alguien que visitaba la ciudad se acercó al lugar, vio a uno de los escultores trabajando y le preguntó: “¿Y qué está usted haciendo, buen hombre?” El cantero, que parecía cansado y absorto en otras cosas, le respondió bastante secamente: “Pues esculpir esta pieza de granito”.
El forastero, que había esperado oír más explicaciones, siguió andando por allí y vio a otro, que estaba igualmente trabajando su bloque de granito, y que parecía mejor dispuesto. Así que se detuvo y le hizo la misma pregunta: “¿Maestro, qué está usted haciendo?” El escultor respondió con cierta satisfacción: “Pues ya ve: esculpir, que es mi trabajo y con lo que alimento a mi familia”.
El visitante, aunque apreciando la mención del trabajador a su familia, seguía sin haber obtenido mucha información sobre aquel edificio en construcción; así que caminó otro poco, y fue hasta un tercer cantero que tallaba otro bloque de duro granito con toda su energía. Y le preguntó también: “¿Usted qué está haciendo?” “¡Estoy construyendo una catedral!” respondió inmediatamente el escultor. Y entró a explicar en qué punto de la estructura iba a quedar colocada su obra, la relación que había entre el santo cuya imagen estaba tallando y la catedral, la importancia que tendría la catedral para él, para su familia y para la ciudad, etc. etc. etc. No paraba de hablar de la catedral, y con encendido entusiasmo.
Y ahora..., si alguien se acerca a ustedes cuando están en su trabajando ordinario, y les formula la misma pregunta que aquel hombre hizo a los tres escultores aquella tarde de la Edad Media en Francia, ¿qué responderían? Pues en cuanto al Padre Román..., creo que ya sé cómo habría respondido él hace cien años.
Aquellos hombres hacían el mismo trabajo los tres, realizando lo que podía parecer una labor modesta; pero cada uno tenía una visión diferente de lo que estaba haciendo. El primero se limitaba al bloque de piedra que tenía delante, y no veía nada más allá de eso; y sin duda, cuando terminara su jornada de trabajo, se alegraría de poder dejarlo y hacer algo más interesante. El segundo también tenía ante sí un bloque de piedra, pero lo que éste veía era su familia: el cariño de su esposa y las encantadoras travesuras de sus niños. También él estaría deseando completar su horario para volver a casa y compartir con los suyos el fruto de su arduo trabajo. El tercero se empleaba a fondo en su bloque de piedra, y con la mayor energía, pero veía en él algo más que un bloque de granito; veía lejos: contemplaba ya terminada la catedral que estaba contribuyendo a edificar, y eso le llenaba de orgullo y de entusiasmo. También él se retiró cansado al final de la jornada, pero probablemente con ganas de volver al día siguiente para seguir colaborando en lo que para él era un proyecto grandioso.
Jesús era como este tercer escultor. Comenzó su actividad en el país más pequeño y modesto de entonces, y con sólo un puñado de colaboradores más o menos competentes. Pero lo que le movía era su convicción de que el Reino de Dios estaba cerca, como dice en el pasaje del Evangelio que acabamos de oír. Jesús trabajaba... nada menos que ¡por el Reino de su Padre! Su interés no se limitaba sólo a congregar una pequeña comunidad de amigos y seguidores. Su ambición no se ceñía siquiera al conjunto de Israel, a ayudar a su pueblo a liberarse del control de los Romanos. Su proyecto era transformar el mundo, era la venida del Reino de Dios. Su horizonte abarcaba todas las naciones de la tierra. En el evangelio de hoy tenemos un indicio de esa gran visión, cuando Jesús envía en misión a 72 discípulos. En hebreo, 72 es una cifra que simboliza una inmensidad. “La mies es mucha”, dice Jesús a sus amigos.
Un celo similar dinamizaba a Manuel d’Alzon, el fundador de los Asuncionistas. Hacia el final de su vida, su círculo de amigos laicos y de hermanos Asuncionistas era todavía bastante reducido; y la situación política y eclesiástica de Francia, nada brillante. Y sin embargo, en circunstancias tan adversas, el Padre d’Alzon pronuncia uno de sus discursos más sugerentes y estimulantes: su alocución en la clausura del Capítulo General de 1873. En ella traza un ambicioso plan de acción para la Asunción e invita a sus discípulos a enfrentarse a todos los desafíos. Y concluyó con estas palabras, dignas de aquel tercer escultor:
“Les invito a sacudirse de encima una cierta prudencia, que en muchos casos no es sino el refugio de una pereza que se avergüenza de sí misma. Uno dice ser prudente, porque tiene miedo. Pero, ahora más que nunca, es necesario repetir aquella frase de Bossuet: “La fe es intrépida”. Tengamos la intrepidez de la fe; poco importa que algunos la tilden de temeridad. Perdónenme la siguiente analogía si es demasiado trivial: La verdadera prudencia es la reina de las virtudes morales; pero una reina da órdenes, actúa, y, si es menester, combate. En cambio, algunos han hecho de ella una pobre mujer envejecida por el miedo: una prudencia en pantuflas y batín, que está resfriada y tose mucho. Yo no quiero una prudencia así, de pura convención; no es ésa la prudencia a la que hay que escuchar. ¡A mí me gustaría abandonarme siempre a la providencia de Dios, perdidamente, aunque tenga que morir en un asilo, abandonado de todos!”
Sí, fue la fe lo que al Padre d’Alzon le abrió los ojos a las grandes causas por las que Dios le pedía que combatiera. Sus recursos eran muy limitados. Al igual que los 72 del Evangelio, tampoco él tenía ni bolsa con dinero, ni mochila, ni sandalias (Lucas 10:4). También él tuvo que hacer frente a la incomprensión e incluso a la persecución al final de su vida, igual que los 72 –que a veces son enviados como corderos en medio de lobos (Lucas 10:3). Pero el Padre d’Alzon creía, como San Pablo, que nada podía separarle del amor de Cristo: ni la angustia, ni la adversidad, ni la persecución, ni el hambre... (Romanos 8:35). En este punto ¡cómo no pensar en nuestros hermanos Raúl Rodríguez y Carlos Antonio Di Pietro, que vivieron con esa misma fe!Ante la persecución y las dificultades, es comprensible que sintamos la tentación de acogernos a aquella falsa prudencia que el P. d’Alzon fustigó con palabras tan mordaces. Es bueno que reconozcamos nuestra pobreza, que evaluemos con lucidez las situaciones en que vivimos y las capacidades de que disponemos. En efecto, el bloque de piedra que nos ha tocado esculpir es muy duro; y nos sangrarán las manos, por el martillo y el cincel. Y también Jesús era muy consciente del camino que tendría que recorrer para cumplir la voluntad de su Padre. Pero, no nos quedemos en lamentar la insignificancia de nuestra aportación, no reduzcamos nuestras miras a lo poco que objetivamente podremos llevar a cabo sólo con nuestros propios recursos, porque el Evangelio y el P. d’Alzon, el Padre Román y los Hermanos Raúl y Carlos Antonio, ...y nuestro humilde pero ambicioso escultor, nos invitan a mirar más lejos y más alto.
Cien años es mucho tiempo, pero cuando lo que se está edificando es el Reino de Dios, un siglo es sólo el comienzo. “Sabed que el Reino de Dios está cerca” (Lucas 10:12).
P. Richard E. Lamoureux, a.a., 30 de septiembre de 2010
Richard E. Lamoureux, a.a.,
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